martes, 24 de febrero de 2009

Ordeñar el toro


Aingeru Epaltza

E
N la historia personal de la mayoría de los pamploneses que conozco el encierro no constituye más que un puntualísimo pecado de juventud cometido bajo la atenuante de embriaguez. Para la generalidad de la gente de mi entorno, la épica carrera era únicamente algo que te indicaba que, puesto que ya no había más que rascar, empezaba a ser hora de retirarte a casa en las nebulosas mañanas sanfermineras. Pocos de los hombres que conozco se han visto reflejados en la literatura al uso sobre el tema. De las mujeres, mejor ni hablamos. Aun sin veto explícito, el acontecimiento sobre el que, según la doctrina oficial de la fiesta, giran los Sanfermines es masculino al 99,99%.

Una encuesta rápida por los y las representantes de las nuevas generaciones que más tengo a mano me indica que la cosa no ha variado en lo sustancial. A casi todos/todas el encierro les sorprende en quehaceres más importantes. En su percepción, salvo que les pille de subida, lo de correr delante de un toro es algo reservado a los de fuera y a un selecto grupo de castizos locales. Disfrutan lejos de los morlacos, en el botellón más mogollónico del hemisferio occidental. En el estado se celebra en bastantes otros lugares, sólo que en presencia de menos cámaras. Hemingway podría haber aterrizado en San Sebastián de los Reyes o en cualquier población del interior valenciano, pero va y lo hizo aquí.

A Pamplona la puso en el mapa y se comprende que una población como ésta, falta de más atractivos, pretenda ordeñar el toro 365 días y no únicamente 9. Está por ver que lo consiga con un museo que va a hipotecar a la ciudad durante 50 años, aunque me imagino que es lo de menos, en comparación al dinero que va a mover a corto plazo. Aquí no llega la mano de Garzón, o sólo para algunas cosas. Si verdaderamente se tratara de sacar más rentabilidad a los Sanfermines, subcontrataría a Kukuxumusu, que son los únicos que han dado con la fórmula mágica.


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