A la televisión nada humano le es ajeno, ni siquiera la bajeza moral. Las cadenas andan histéricas perdidas por culpa de la crisis de anunciantes y la fragmentación de audiencias. La tarta se reparte, las porciones se vuelven migajas, y los programadores, ansiosos por encontrar fórmulas seguras, desempolvan el viejo e infalible interés humano, ese polivalente concepto que lo mismo arropa una tragedia nacional que los detalles más escabrosos de un asesinato. Las fulanas del share doblan su apuesta a cara de perro, y si cuela, cuela.
Dice el mantra mediático que toda sociedad tiene la televisión que se merece, así que España debe de ser incluso peor de lo que dicen los ingleses. Tras la vergonzosa cobertura del accidente de Spanair, aquel recital de llóreme usted a la cámara si es tan amable, las televisiones entonaron el mea culpa. Autocrítica, penitencia y vuelta al pecado. Si el padre gime, mantén el plano. Si la madre se derrumba, paso a publi. Manda Degradación Moral al 7777 y emitiremos tu chiste bajo el rostro de la víctima. A ella no le importa, ya está muerta.
Hay quien dice ver la televisión para no pensar, como si eso fuera posible. Los clientes del share barato no juzgan, no cuestionan, no valoran que su complicidad como espectadores de la vergüenza ajena televisada hace a nuestra sociedad un poco más triste y vergonzante. Un poco más vacía y estúpida.
La caja tonta ya no quiere ser tonta y, como desagravio, se pone insolente y asquerosa. Gore intelectual y humillación patrocinada, un todo vale envuelto en el democrático derecho de la sociedad a estar informada del dolor ajeno. La muerte en directo está cada vez más cerca. Y, mucho me temo, será líder de la noche.
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