Imagina que un día te llama tu jefe y te ordena pasar dos semanas haciendo esparajismos ante los clientes. Te dice que debes perece más guapo, más simpático y más carismático, que te toca hacer el ridículo, eso sí, con todos los gastos pagados. Te dice: córtese el pelo, arréglese las cejas, modere sus gestos, no sea marcial, no cruce los brazos, fuera ese tic, sonría, diga mujeres, diga personas, ancianos, jóvenes, futuro, solidaridad. Te dice: cante, baile, salga en videos, ábrase un blog, sea simpático, sea uno más, el más, lo más. Ahora imagina que a eso tu jefe lo llama democracia.
Cada cuatro años, los políticos se aflojan la corbata y pretenden ser más humanos que nadie, más accesibles, comprensivos y comprometidos. Besan niños y reparten caramelos, cual Reyes Magos descontextualizados, mientras estrechan manos que madrugan más de lo que ningún político madrugará jamás.
Hoy los carteles electorales superponen más capas de Photoshop que ideas tiene el candidato, y las elecciones se disfrazan de premios a la mejor performance. Hoy los votantes son objetivos de marketing, y las minorías, nichos de mercado. El programa electoral se diseña a modo de briefing, y la campaña electoral es una estrategia diversificada para impactar en todos los targets. Hoy votar es comprar acciones y rezar por que tu empresa no se desplome a media legislatura, porque la política, como el mercado, se basa en la confianza.
Quizá algún día nos sorprenda un candidato sin eslogan ni perfil bueno, alguien armado sólo con sus ideas y la firme promesa de luchar por ellas para los demás. Perderá las elecciones, por supuesto. Pero, al menos, podrá decir con orgullo: yo una vez fui político, pero la democracia no estaba a la altura.
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