Han pasado ya cinco años desde que un policía español, su hijo y su mujer asesinaran a Angel Berrueta, según dictaminó un jurado popular. Ocurrió tras los atentados del 11-M en Madrid, cuando todavía había quienes dudaban y alimentaban la duda sobre la autoría de estas acciones armadas. La clase política legalizada cargaba contra la izquierda abertzale y se manifestaba «por la víctimas y con la Constitución». Nunca olvidaremos aquella pancarta, aquellas caras, aquellas siglas políticas. Todas unidas «contra el terrorismo», por la «libertad consagrada en la Constitución española». Uno de los carteles que aquel día repartieron en la manifestación era el que Pilar Rubio pretendía colocar en la tienda de Angel Berrueta. «ETA no», rezaba. Y ya todos y todas, menos al parecer el fiscal jefe de la Audiencia Provincial, sabemos qué ocurrió.
Todos y todas recordamos cómo la Policía española, los compañeros de Valeriano de la Peña, nos pegaron hasta en las puertas del tanatorio, impidiendo que ofreciésemos un último adiós en paz a Angel. Ni siquiera respetaron ese momento. Y tampoco han respetado a su familia, que durante los últimos años, y en especial durante el juicio, tuvo que soportar llamadas telefónicas, pintadas, pinchazos de las ruedas de sus coches, acoso policial e incluso varias agresiones de uniformados de distintos colores. Como hemos repetido hasta la saciedad, si esto hubiera ocurrido al revés, con una familia «constitucionalista» como víctima de todos estos atropellos, habría decenas de personas encarceladas por orden de la Audiencia Nacional.
Pero la realidad es bien distinta. Tras el juicio y la condena del jurado popular, el Tribunal Superior de Justicia de Navarra, haciendo deshonor a su nombre, absolvió a Pilar Rubio de haber inducido al asesinato de Angel. Por menos de lo que ella dijo e hizo aquella mañana («¡Vamos a matar a ese hijo de puta!», exclamó), otros se pudrirían en prisión. Su marido e hijo fueron condenados a 20 y 15 años de prisión respectivamente. No seremos nosotros quienes digamos que estas penas son escasas. Sabemos muy bien qué suponen los años de prisión. Pero tenemos claro que las condenas no las cumplen igual unos presos y otros, y tenemos la certeza que mientras unos eligen prisión, otros se encuentran dispersados, aislados, son golpeados, vejados y continuamente trasladados. Tenemos la sospecha de que pronto estas dos personas comenzarán a disfrutar de permisos, los mismos que se niegan sistemáticamente a la mayoría de prisioneros. Sabemos, porque así ha ocurrido con los Vera, Galindo, Barrionuevo... que pronto saldrán de prisión, o que obtendrán el tercer grado. Es por eso por lo que siempre hemos hablado de impunidad, de que hoy en día sale barato asesinar a un vasco, o cargarse una herriko taberna a mazazos.
Las comparaciones son odiosas, sobre todo cuando comparamos la miseria con la dignidad. La miseria de los asesinos «de la razón de estado» con la dignidad de familias como la Berrueta Mañas. Las comparaciones son odiosas, también cuando comparamos la condena impuesta al joven asesino de Berrueta (15 años de prisión por asesinato) y la del joven Hodei Ijurko (16 años de cárcel por dos cócteles molotov). La justicia española no aguanta estas comparaciones. Desde Europa ha tenido que recibir justicia Mikel Iribarren 17 años después, ya que en Euskal Herria se aplica la justicia del enemigo, que aplica los castigos según quién eres y no por lo que has hecho o por lo que te han hecho. La Justicia, con mayúsculas, hace tiempo que se quitó la venda de los ojos y nos mira de arriba abajo antes de condenarnos. Y condena siempre a los mismos, a los y las ciudadanas reivindicativas, críticas, activas, trabajadoras en favor de una Euskal Herria libre. Como Angel Berrueta.
En este quinto aniversario, queremos volver a recordar que el mejor homenaje que le podemos dedicar a Angel es la resolución de este conflicto y la consecución de la paz, la justicia y la libertad para Euskal Herria. No le fallemos.
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