Joseba Santamaría
hace tres años, el Gobierno de Navarra necesitaba suelo y apareció por casualidad o no, nunca se sabe, el Conde de Guenduláin, Joaquín Ignacio Londaiz Mencos -titular, junto a sus tres hermanos, Luis Fernando, Isabel y Fuencisla, de los terrenos del Señorío de Guenduláin-, con metros cuadrados de rancio abolengo hereditario de sobra. En una operación cuestionada desde el comienzo por arquitectos, urbanistas, partidos políticos, organizaciones sociales y medioambientales e incluso técnicos de la propia Administración, un grupo de 43 promotoras le compran algo más de la mitad de la superficie del Señorío, tres millones de metros cuadrados de suelo rústico por nada menos que 112 millones de euros financiados por diversas entidades de ahorro. A los seis días de la venta, los compradores optan a un concurso convocado tres meses antes para crear una reserva de suelo público para vivienda protegida y lo ganan. El suelo rústico se convertirá en urbanizable y los promotores lo ceden al Gobierno a cambio de los derechos de edificación de unas 19.000 viviendas, 14.000 protegidas. La primera parte del negocio fue un éxito: los herederos del condado vendieron la tierra a 37,5 euros metro cuadrado rústico y se ahorraron además el pago de la plusvalía de 12 millones de euros a la Cendea de Cizur que conlleva su pase a suelo urbano. A la segunda parte, el derecho de edificación de los promotores, la crisis lo dejó en la estacada, como otros muchos negocios. No parece que haya razón sensata alguna para que los contribuyentes navarros deban asumir a escote ese coste. Que se lo pregunten al conde. O si no a Burguete, padre político de esta rara operación.
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